La muerte de un sueño

Crónica: César Zevallos
Ilustración: Víctor Pérez


Antes de ser un ocioso desempleado, solía dedicar mi tiempo al trabajo remunerado y a sus falsas demostraciones de agasajo. “No hay trabajo malo, lo malo es tener que trabajar”, decía con lucidez Don Ramón. Hoy lo recuerdo como un tiempo ajeno, imposible… En uno de esos días, me encargaron dirigir una grabación. La idea me gustaba porque implicaba salir de la oficina, lo cual siempre celebraba. Reuní a mis cómplices y partimos temprano hacia lo más alto de Ventanilla, una mañana que se pintaba más pesada que de costumbre. Que todo marche bien y de acuerdo al guion, ese era mi trabajo, pero del entusiasmo inicial que me esforzaba en procurar, pasé la tarde con fatiga y terminé con hastío.

Quería irme, apuraba la partida. Las ráfagas de viento en el campo abierto y empinado se hacían cada vez más fuertes, por ratos observaba cómo el mar se ocultaba bajo una neblina densa e inmóvil. Cuánto daría por descender… A las cinco y algo de la tarde, emprendimos el viaje de retorno. Descendimos en el taxi por pistas que serpenteaban en el arenal como delgados listones oscuros. Las pequeñas casas estaban muy alejadas unas de otras, las pocas personas que habitaban este lugar caminaban sin prisa, como si llevaran un peso grande a sus espaldas. Las veía desde la ventana, al lado del conductor, mientras charlábamos sobre rutas y caminos, la típica conversación. A los pocos minutos, me quedé en silencio.

Para mi buena suerte, siempre cargaba música. Elegí Long Season de Fishmans para distraerme un momento porque demoraría en volver a casa y porque la congestión vehicular limeña siempre es indeseable. Recordé esa facilidad que tienen estos músicos japoneses para conducirte a un estado de contemplación melancólica y onírica, guiados por la guitarra y la voz dulce de Shinji Sato (se comenta que se suicidó un día lluvioso). Era lo que buscaba. Pero no pensé que su efecto sería tan rápido, mis sentidos iban relajándose en cuestión de minutos. Antes de terminar la primera canción, ya estaba dormido. Aunque afirmar esto no es tan certero porque no caí completamente en el sueño, en sus telarañas de fantasía. Seguía oyendo las canciones de manera natural. Era extraño. 

Durante esta escucha (in)consciente de los sonidos catárticos de Long Season me sumergía en una sensación difusa e incierta, acuática (¿han reparado que el lenguaje de los sueños es similar al lenguaje del mar?). El ensueño se tejía en colusión con el debilitamiento de mi conciencia, por un momento imaginé (¿soñé?) que reposaba al lado de un lago verde y espeso, pensaba en cómo las emociones nacen, fluyen, encuentran un núcleo más o menos fuerte, explotan y desaparecen, lo cruel que es ver la desdicha frente a tus ojos, sin poder hacer nada para evitarlo. 

Creo que íbamos atascados en un cruce de avenidas cuando el redoble de baterías, al terminar la segunda canción del disco, y los arreglos cristalinos que se oyen después (casi por el minuto diecisiete), me despertaron. Todo sucedió en un instante, sentía ese tipo de pesadez cuando te tiras la cama después de una juerga de aquellas, pero no hubo ninguna juerga, era una pesadez con la fuerza de una ausencia más bien observada, expuesta.

Me mantuve disperso y tambaleante durante el resto del trayecto. Aburrido, pensativo, sin ganas de oír música, pero con la completa disposición de imaginar sus efectos a gran escala, que nazca del individuo para que se ancle en la pesadumbre del colectivo, para transformar todo su dolor. De pronto, cláxones diabólicos, luces en medio de la oscuridad, autos acelerando para cerrar de forma intempestiva el paso de quien se atreva a cruzar frente a ellos. La pista como parcela de la malicia, sin música, sin una verdad de la cual sostenerse, solo un timón con la excusa del trabajo. ¡Un trabajo de verdad!  

¿Imaginan el día en que alguien coloque un parlante con las dimensiones del Hotel Sheraton, y anclado en el mismo lugar, para que la ciudad pueda escuchar ese solo de guitarra (atrapa esos cristales que están flotando, inténtalo) que se oye casi por el minuto treinta de este álbum para soñadores? 

¿Cuánto del amor y el elogio a la lentitud que profesa Long Season ha muerto?

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