Mute

Relato: Víctor Pérez
Ilustración: Jariksa Caballero


a César, a Dafne

Hace mucho que no oigo a la ciudad. Que no le presto atención a sus sonidos. Supongo que a veces los detesto. Si hay música, está huyendo en los parlantes de una moto que veloz desaparece; si no la hay, en realidad está allí, pero oculta y deformada, en canciones que se aglutinan unas sobre otras. Los sonidos de la calle se mueven de esa manera, hundiéndose, ahogándose, constantemente entre sí.

Sin embargo, esa mañana fue distinta. Salí a callejear por los alrededores de parque Bicentenario como no lo hacía hace mucho, y noté con asombro que los fruteros de la esquina traían sus equipos de sonido en silencio. No había “What is love” ni “The Rhythm of the Night” a tope de volumen, solo una escueta conversación y, de fondo, el típico barullo del mercado modelo. En el frontis de la iglesia ocurría algo similar: no oí el clásico “Hossana, Hossana” y ningún otro canto sagrado se ofrecía al cielo. Más tarde, al abordar el autobús que iba al Centro, la radio estaba apagada.

Sé que en alguna otra ocasión ese silencio me habría confortado, pero entonces me pareció inverosímil. Ni siquiera la única mototaxi que vi durante el día, amplificaba un reguetón… y lo extrañé. Era un día sin música… un día extraño, ajeno. Por lo demás, solo seguí mi paso, pensando en que era una extraña cadena de casualidades, pero no debía poner mayor atención.

Tal vez impulsado por una mínima sospecha o intuición, me desvié hacia el Jirón de la Unión, a fin de hallar a los músicos ciegos que sin duda estarían desentonando alguna vieja canción de Pedro Suárez Vértiz. En efecto, estaban allí, con el cuenco sin monedas entre las manos: ninguno cantaba.

Esto es raro, pensé. No parecían estar demorando su turno de descanso, si es que lo tenían. ¿Se trataba de una nueva prohibición municipal, en un extremo absurdo del copyright? ¿O es que acaso bastaba una sola moneda para que se eche a andar otra vez la enorme rueda de la música? Arrojé el centavo más insignificante que encontré en mi bolsillo, y esperé… ¿Podría la ciega distinguir el valor de una moneda con solo oír su sonido? Lo intenté de nuevo con un par de monedas. Fue en vano, la mujer había decidido ignorarme. No de la manera natural y condonada de los ciegos. Cómo explicarlo… era algo que estaba fuera de ella. En general, había una actitud lacerante en cada una de las cosas que hacía presencia en mis sentidos: los coches, el humo, las máquinas, y desde luego la gente. Me fui, no más confuso que irritado, con el pensamiento sombrío de que bien podría haber recuperado mi dinero perdido con un poco más de cinismo.

Caminé, más tarde, hacia una iglesia evangélica donde antes funcionaba un cinematógrafo. Caminé hacia los bares lícitos de Quilca y hacia los peores. Crucé el jirón donde se apilaban una serie de pub nocturnos (algunos entrañablemente claustrofóbicos). Debía ser una broma. Era como si algo estuviera ocultando la música del mundo, pero nadie parecía notarlo. Y tal vez debí aceptar esa ausencia, como he aceptado cualquier otra. En cambio, empecé a sentir una terrible curiosidad por cada individuo que veía pasar con auriculares. Me preguntaba si la música al menos transigía a través de ellos. En las combis, reclinados junto a la ventana, podía verlos: su débil expresión de goce, sus ojos cerrados como para la muerte. No habían gestos rítmicos en sus manos ni cabezas, pero la música tenía que estar allí.

En un paradero pude distinguir a dos muchachas compartiendo sus audífonos in ear, aunque a decir verdad eso parecía ser lo único que compartían; ambas miraban en direcciones opuestas y sus miradas lucían, por lo menos, distantes. También vi a un guardia de seguridad acomodándose un diminuto auricular en una sola oreja, lo que me dio la impresión de que intentaría oír un partido de fútbol o un magazine político sin que lo molesten. Aunque a quienes pude divisar se hallaban dispersos, realmente eran pocos. Cansado de buscar la música entre las calles, intuitivamente dirigí la mirada al cielo; en la cima del Backpacker’s Hostel distinguí una figura quieta que portaba unos enormes audífonos amarillos. Tenía las manos apoyadas sobre el muro que lo separaba del vacío y aunque no podía verlo con claridad, creo que miraba hacia el horizonte con pereza.

Daban ganas de abordarles, detener su paso y preguntar: ¿Qué canción estás oyendo? Si es que acaso las oían. Pero a esa hora, en que las fábricas y oficinas se habían vaciado por completo, quién podría detenerlos. ¿Y para qué? Digo, si de alguna forma, no sé cómo ni con qué tecnología, pudiera saberlo…

Me sentía muy pesado aquella tarde, incapaz de percibir un pulso, un ritmo, siquiera una voz agraciada. En cambio, los sonidos que sí oía: crujidos metalúrgicos, máquinas aulladoras, la voz general de la ciudad, se percibían como si el sonido más grave, en su extrema gravedad, se hubiera doblado hacia el silencio.

Por un instante imaginé a las canciones como bestias sagradas e invisibles que migraban lentamente hacia los confines de la ciudad; alejándose, alejándose en el horizonte, al tiempo que sus largas sombras se proyectaban sobre el camino. “Come to me” de Björk era un delicado dragón con alas de faisán, y al volar sus plumas se desglosaban suavemente, cayendo sobre las pistas agrietadas o sobre las manos de un niño que atento las recogía. “Seven forty seven” de Boards of Canada, era una serpiente de luz o de agua que ascendía hacia el cielo nocturno en un movimiento ondulante para encontrar el centro de la noche. Y la parte 5 del álbum Long Season de Fishmans me parecía que era un cardumen inquieto, que saltaba alegremente entre las luces del tráfico vehicular a hora pico.

Noté que las canciones sí aparecían en mi memoria, pero no como sonidos, sino como nuevas criaturas que iban agregándose a mi ilusorio bestiario, mientras seguía en lo que parecía ser una nueva excursión sin propósito. ¿Intuirían estas criaturas mi creciente desesperación por poseerlas, y por tanto me estaban huyendo? ¿O es que el alma humana –y en mi sopor, me parecía lo más convincente- árida y arrasada por las hostilidades de la vida urbana, había dejado de ser el hábitat natural para ellas? Las canciones se deslizaban etéreas entre callejones que empezaban a oscurecer, y yo seguía siendo demasiado corpóreo para seguirles el rastro….

—¡Muévete huevonazo!— Lo oí perfectamente. Alguien gritó desde el interior de su automóvil cuando de seguro adelanté mi paso para cruzar una doble vía. Y yo reí como un demente durante varios segundos, porque en verdad su voz me pareció en extremo aguda, contrastada con lo que había dicho. Luego de reírme me sentí extraviado.

Desatento a mis circunstancias, afectado quizá por el cansancio y el humo de un cigarrillo ajeno, me encontré al morir de la tarde otra vez al pie del Backpacker’s Hostel con auténticas ganas de mirar la ciudad desde su más alta perspectiva, lejos del ruido. Dudé un instante, pero no había ningún guardia en la puerta, por lo que seguí sin problema hacia las escaleras de mármol. Parecía que no había gente o que todos los huéspedes dormían. De más está decir que tampoco oí ninguna canción. Sin embargo, a medida que me acercaba al último piso, sentí cómo crecía un ruido pesado.

La puerta que me separaba de la azotea estaba entreabierta, y desde su abertura logré distinguir a un hombre de inquietante estatura, que llevaba puesto un chaleco de contención. Se encontraba de espaldas, pero por sus audífonos supe de inmediato que se trataba del hombre que había visto horas atrás. Otra vez se aceleró mi curiosidad, junto a mi pulso cardiaco.

Sé que advirtió mi presencia por la sombra que proyecté frente a él, pues a pesar de que estaba excitado, no hice ningún ruido al cruzar la puerta. El tipo viró hacia mí y dijo sin enfado: “Por favor no se acerque, estoy trabajando”. Después volvió a ponerse los audífonos que se había quitado para hablar. Y entonces comprendí: se trataba de un equipo aislante de sonido. Luego cogió una máquina taladradora y en seguida siguió destruyendo un muro bajo.

A pesar de que la amabilidad de su invitación parecía honesta, no sé por qué alcancé a sentirme avergonzado. Antes de bajar las escaleras, decidí acercarme hacia un borde que daba a la calle, y permanecí quieto por un tiempo corto, no sé por qué; creo que quise encontrar belleza en la vista general de la ciudad. Y la encontré. Ni siquiera advertí cuando el hombre se detuvo y dijo:

—Muchacho, ¿querías decirme algo?… El cielo está verde… Qué cansancio, ¿no?
—Sí, estoy cansado— repliqué, devolviendo la sonrisa que el hombre había dibujado al final de sus palabras.

Mientras descendía las escaleras, tal vez en el punto justo donde se perdía el ruido de la máquina taladradora, me descubrí silbando una canción que no conocía. Antes de abandonar el edificio sentí la mirada injuriosa de un guardia, y me callé. Perfectamente distinguí en ese instante cómo una criatura invisible salió de mi pecho para ondular en el cielo ahumado y desaparecer.

Desde entonces la he seguido.


Setlist: “What is love”- Addaway, “The Rhythm of the Night” – Corona, “Come to me” –Björk, “Seven forty seven” – Boards of Canada, “Part 5” – Fishmans.

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