Escribe César Zevallos
Diseña Víctor Pérez
Me he limitado a no levantar ninguna sospecha sobre lo que sucedió ese año. Pero no me quiero engañar a mí mismo… Simplemente ya no quiero dar más vueltas. Creo que es un reposo voluntario de esas ideas que zapateaban en busca de su lugar en la pista de baile de mi cabeza.
Ese año, la historia entraba en un quiebre irreparable que hoy sigo sin entender.
Una interrupción forzosa reconfiguró el espacio y desordenó el tiempo, como diría Martín-Barbero. ¿Qué se supone que uno tenga que hacer ante una pendejada de términos absolutos supuestamente originada de manera fortuita? El mundo me superó con creces, como si antes no hubiera sido suficiente. Supongo que el 16 de marzo de ese año todos perdimos algo; cada quién conoce sus heridas, la (hasta hoy) extraña vida venidera, la flor pisoteada con furia en la acera de barro y orines…
Pero, antes de caer en esa espiral, la vida se me presentaba con un halo esperanzador, más bella que de costumbre.
Semanas atrás, en el verano prometedor de enero y febrero, bebía feliz del néctar que encontraba en los incontables discos que consumía diariamente. Casi todos los días descubría sonidos nuevos, me preocupaba en actualizar constantemente el reproductor con nuevas piezas musicales y de reproducir en YouTube álbumes diferentes, uno tras otro. No sé cómo me pegué especialmente con uno de ellos.
Por entonces, era un oficinista promedio, trabajaba en uno de esos edificios cercanos al centro financiero de San Isidro, hábitat de los creyentes más fervorosos en el régimen capitalista, o de aquellos que aún están en el proceso de adhesión al sistema en cuerpo y mente, o de quiénes, como yo, caminaban escépticos al supuesto encanto del actual orden de las cosas.
Al acabar mi jornada, a eso de las seis de la tarde, mi premisa era evitar a toda costa el transporte público, que en Lima ya colapsó y es una de las más fuertes razones del estrés matutino. Caminaba. Ninguna distancia es un problema, pensé. Solo debía elegir el álbum adecuado: Madvillainy, de la dupla demente que formaron allá por 2004 MF Doom y Madlib, la cúspide del hip hop abstracto, una obra brillante e inteligentísima. Me sumergí entero en su retorcida filosofía.
Me veía siempre emocionado por bajar en el ascensor y sacar mis audífonos en la mampara de la salida, mi despedida formal de la mátrix que vivía. El rito empezaba a las seis y tanto, hora punta, cuando la noche empieza a devorar el día y tiñe el cielo de esos colores que dejan el sabor de la inmensidad cósmica, infinitamente inabarcable (aunque no lo queramos, la finitud es nuestro horizonte).
Me embarcaba en una calle apacible, estrecha, casi siempre vacía, con una pequeña ciclovía, llena de flores y árboles. Entonces rendía mi tributo a ese momento muy breve que oscila entre el segundo treinta y el treinta y dos en «Meat Grinder», y a una frase legendaria en «America’s Most Blunted»: encendía un bate para acompañar este pequeño recorrido que me llevaba a un parque cerca de la Javier Prado, cargaba un letrero invisible en mi rostro, en mis ojos, con el mantra que con mucho solaz me acompañaba por esos días: Listening music while stone is a whole new world.
Mi ruta era ir por la Petit Thouars, en Lince, hasta llegar al centro de Lima. Sentía la catarsis en ebullición. El encanto nocturno iba en sintonía con “Raid” (emocionante y divertida), “Accordion” (cada que la oigo recuerdo la experiencia total del disco), “Shadows of Tomorrow” (declaración personal de principios), “Sickfit” (ese beat tiene la suficiente capacidad para justificar por sí mismo la existencia humana…).
Los samples me fortalecían y me sentía inmune ante los designios del azar. Estaba tan abstraído en esa extraña progresión musical que, esperando el semáforo al momento de cruzar una calle, mi cuerpo se adormeció y sentía únicamente mi cabeza, mis audífonos, el sonido.
Caminé así por algunos minutos. Estaba ido. De pronto, sacudí el cuerpo de manera involuntaria y cambió por completo mi sensación del mundo, sentí con una claridad de rayo que levitaba en la ciudad oscura y me integraba con placer en la demencia de esta urbe caótica. Era un observador-participante de la cosmología del cemento y el asfalto, me protegía la genial psicodelia —por ratos áspera e incomprensiva, aunque después totalmente lógica y vital— que es Madvillainy.
Aunque he tratado de replicar la experiencia, como quien le habla a un muerto, nunca más la he vuelto a sentir igual. Estoy preso en el no retorno. Solo me queda refugiarme en los gritos de algarabía y los aplausos de «Rhinestone Cowboy», una despedida nostálgica de los buenos tiempos.