Oír para ver

Estuviste dando cuchillazos y ensuciando
con manchas de la realidad nuestro bonito
mundo de imágenes.
Hermann Hesse, El lobo estepario

Escribe Alejandra Freyre (daniskata_)

Es junio, todavía. Es junio, y hago las mismas preguntas. ¿Qué perderías antes: la vista o el oído? ¿Cómo conectas más: quitando o agregando sonoridades? ¿Llevamos audífonos a todos lados para acercarnos al sonido o para evitar lo que no queremos oír? ¿Agudizamos nuestra escucha o solamente nos aislamos?

Quizá, como escribe Hesse, llegue ese día en que podamos oír incluso a quienes ya no están, porque todo lo que alguna vez existió, de algún modo, permanece. Pero la pregunta que aún me hago, es si seremos capaces de escuchar de verdad, o si seguiremos huyendo hacia el ruido, refugiándonos para no enfrentarnos a lo esencial. A eso que es íntimo. Lo que nos toca. Lo que molesta. Lo que nos duele.

Ahora mismo no tenemos por qué saberlo.

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El 6 de junio de 2025, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, un puñado de dispuestos oyentes —universitarios en su mayoría, otros estudiantes, curiosos, melómanos— nos reunimos para una escucha colectiva, un encuentro impulsado por Espacio Sonido que por segunda vez se deja oír en esta sesión llamada Certificado de ceguera. Un espacio que permite anular el sentido de la vista para descubrir otra forma de experimentar la música. Una más radical, más recóndita. Con la vista oculta y una piel abierta al ruido.

Esta vez fue afuera de la Facultad de Química, un rincón de la universidad donde la naturaleza insiste: pasto húmedo, palmeras, arbustos, y el frío que traspasa cualquier abrigo. Allí, bajo ese plomo cielo que solo Lima sostiene, nos reunimos dispuestos a detener las imágenes, cerrar los ojos y agudizar el oído. Porque, aunque sea imposible entregarse por completo a un solo sentido, ese día nos prestamos, al menos por un instante, al intento: escuchar con todo el cuerpo. Queda preguntarse, por último, si eso tiene sentido. 

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Los viernes en San Marcos, huir del bullicio es complicado: te alcanza más rápido, te atrapa, te envuelve por todos lados. El ruido se filtra inevitable: bocinazos lejanos, motores rugiendo, algún avión que corta el cielo. Lima sigue siendo Lima, incluso aquí. Y sin embargo, rodeados de un mundo tan saturado, conectamos aún más el oído. Cerramos los ojos, en círculo, echados sobre el pasto helado; decidimos no escapar. Nos sumergimos. Nos dejamos arrastrar por la corriente: ahogarnos en un nuevo mar de sonidos. Y escuchamos.

En esta edición, se presentaron tres álbumes peruanos. Lo especial, más allá de su atrevida propuesta experimental, es que comparten todos su décimo aniversario. Tres discos de este país que en 2015 destacaron por su calidad musical, y que hoy regresan para seguir alterando los espacios sensibles del alma humana. Porque es en la experimentación donde el arte respira. Allí donde el artista renuncia a lo conocido, traiciona parte de su comodidad y se lanza al abismo: esa selva furiosa aún sin explorar. Quien crea así, se convierte en un viajero que va descubriendo lugares poco habitados, rutas apenas conocidas, mientras carga con el riesgo de terminar perdido en un lugar tan apartado donde ni siquiera él mismo comprenda por completo lo que ha creado.

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El primero de los discos fue Pangea, de Ale Hop, quien hoy vive en Berlín. Lo curioso de este álbum, además de sus variadas capas sonoras, es que ha sido pensado también desde lo visual: las pistas son presentadas con videoclips inspirados en la música. En estas once canciones no hay moldes: la música fluye libre, sin estructura se derrama, se hace mutante.

Durante esta primera escucha, el frío empieza a calar, así como los claxonazos de la avenida Venezuela, y, con los murmullos de quienes salen de clase, va llegando el caos habitual. Aun así, no huimos. Nos quedamos. Y con ese gesto simple, casi invisible, escuchamos.

De repente, la escucha colectiva se volvió un acto de resistencia: una pausa densa, fértil, casi subversiva. Un desafío frente al frenesí sonoro que nos arrastra a diario. Porque entregarse a la escucha no es solo oír. Es permitir que algo nos toque sin intermediarios, sin distracciones. Escuchar así es volver a sentir con el cuerpo entero.

Decía el compositor Luigi Nono que la resistencia no es una bandera gloriosa del pasado, sino una lucha constante, una nueva conciencia que se desarrolla continuamente, en la que el músico está involucrado. Y tal vez también nosotros. Al cerrar los ojos, al afinar el oído, resistimos desde otro lugar. Un lugar íntimo, rebelde, que no necesita gritar para hacerse presente.

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El segundo álbum en sonar fue Zetangas and the monster of comida 2, un viaje instrumental que parece crear su propia realidad. Como en un sueño medio olvidado, Zetangas construye un universo sonoro alucinado. A lo largo de seis canciones nos invita a perdernos dentro de una música que se vuelve ágape: una especie de rito sonoro ahora unificado.

Al iniciar esta segunda escucha, estábamos algo más cerca. Era como si, sin decirlo, todos nos estuviéramos sosteniendo mutuamente en esta nueva sonoridad compartida. Una suerte de fusión: un sueño colectivo. Una posesión. Una vibración ecléctica que nos recorría a todos los involucrados, sumiéndonos uno a uno en su ciego relato.

Ante la ausencia de estímulos visuales, la mente no tardó en imaginar: cada quien creó su propia película, diseñó sus visuales, ideó su narrativa, produjo su propio videoarte. Por un momento fuimos artistas creando una diversidad de mundos, cada uno distinto, auténtico e irrepetible. Porque espacios como este te dan la oportunidad de autoproducir la experiencia que quieras y que cada quien, al recibirlas, encuentre su propia forma de estar ahí. Porque en ese instante, lo que importa no es si entendimos la obra, sino si algo en nosotros cambió mientras sonaba.

El último de los tres discos fue Cancionero para víctimas de siniestros, de Fútbol en la escuela, nos abrió a nuevas distorsiones sonoras acompañadas de un cómodo sentimiento de nostalgia. Son once canciones que se componen de un cálido indie rock, personal, aún fresco. A estas alturas del encuentro, ya era muy fácil adorar el sonido. Y las letras lo hacían aún más sencillo. Este disco es difícil de describir: solo puede ser comprendido al escucharlo. Definitivamente, es un álbum necesario para todo interesado en la apreciación de la música peruana. 

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Al finalizar cada escucha, César y Dafne, como mediadores, se involucraron en tratar de entender el significado generado por cada álbum, cómo cambiamos con ellos y cómo relacionamos ese sentir con el de los demás asistentes. Entre quienes compartimos el frío, el pasto y la novedad de un encuentro así, surgieron sentimientos cubiertos de curiosidad, miedo, desconcierto e incluso tranquilidad y paz.

Porque uno siempre puede volver a abrir los ojos. Solo que, esta vez, en lugar de buscar imágenes para complementar el sonido, lo reconocimos como un ente completo. Sin, para ello, la necesidad de una pulida composición, ni estribillos, puentes u outros establecidos, sino siendo la realización del mismo su mero fin.

Por último, Espacio Sonido nos ofreció una última intervención: un set improvisado de Habo y Drx donde la música dejó de ser forma para volverse pura vibración. Rayones de sonido sobre la mente, trazos arrítmicos, ecos de un ambiente saturado. El ruido terminó por despedirse de toda imagen, de toda figura. Solo mantuvo con él una oscilación profundamente vibrante, una presencia entera y sin adornos. Un sonido entrópico que se destruye para renacer: se desarma, se reconstruye, se reinventa.

Y así, Certificado de ceguera vol. 2 concluyó volviendo a cumplir con su misión: transgredir la forma de escuchar música en la ciudad, fracturar nuestros sentidos para liberar al sonido de sus estructuras. Nos brindó un espacio donde el ruido, esa materia densa y persistente, dejó de simplemente rodearnos para, esta vez, ir más allá y atravesarnos.

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Y es en medio de esa vorágine donde notamos que hay cierta belleza en que cosas como estas sucedan: delirantes, contradictorias, a veces irreales. Porque al final, lo que nos convoca a espacios como este no es la perfección técnica ni una impecable ejecución, sino la necesidad de que algo ocurra. De que algo nos pase. De que alguna canción nos mueva, nos provoque una experiencia.

Porque en esta escucha, como cuchillazos sobre nuestro mundo de imágenes, también se abrió una herida: esa que insiste en recordarnos que el arte no está hecho para adornar, sino para incomodar, para fracturar nuestra realidad. Para hacernos ver, mejor dicho, OÍR, otra vez.

Fotos por Alejandra y César

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