Escribe Cindy Vargas
Diseña Víctor Pérez
Desde el momento que recibí la propuesta de escribir, y sin siquiera haberla aceptado, Pink Floyd apareció como un rayo efervescente en el mar de mis ideas: imposible resistirme al gusto de hacerlo solo porque sí. Ellos son como El Aleph de Jorge Luis Borges en mi historia con la música, los que alteraron, ordenaron y redibujaron cada uno de mis sentidos, los que tienen esa facilidad para llevarme a lugares recónditos y desconocidos de mí misma para empezar a verme, reconocerme y habitarme.
¿Qué podría escribir acerca de Pink Floyd que no se haya escrito antes?
Elegir una canción o disco en particular no es sencillo, amo todo cuanto ellos han producido y exagero, lo sé; sin embargo, me permito hacerlo porque se trata de ellos. Podría enfocarme en cómo llegaron a mi vida o narrar algún episodio de mi álbum favorito o describir la experiencia de escuchar su música en vivo; las posibilidades infinitas se abren como un abanico y antes de marearme más, apelar a la sabiduría que habita en la sincronía, confiando que aparecerá la idea adecuada en el momento exacto. Mientras tanto pongo de fondo un compilado con su música en modo aleatorio, cierro los ojos y decido saltar.
Pink Floyd apareció en mi etapa escolar, en una de mis clases de literatura gracias a Percy (el único maestro que conservo en la memoria con mucho cariño), un tipo muy genial con unos aires de vida bohemia inolvidable, capaz de anticipar su llegada gracias a ese aroma a tabaco tan sutil que siempre llevaba encima. No recuerdo la excusa que se inventó, mucho menos el contexto, lo que sí me resulta imborrable es lo que representa ese potente riff en los primeros minutos de The Wall (largometraje de Pink Floyd, 1982) rompiendo el tiempo para transformarlo todo, como la mismísima fuerza de la naturaleza capaz de hacerte sentir en el limbo en cada respiración, en el silencio, en el sonido. Algo se abrió en mí en ese momento, comencé a navegar un sinfín de emociones y pasar de la rabia a la tristeza era nuevo, inexplicable y al mismo tiempo hermoso. Descubrí que podía entender el dolor de otro ser humano y hacerlo mío, como la de aquel niño/hombre, «Pink» (personaje principal en The Wall), víctima de sus decisiones y también de las circunstancias, abstraído de la realidad, al punto de no poder vincularse con nada, con nadie, ni con él mismo. Solitario, incomprendido, sistemáticamente víctima y victimario, oscilando en extremos, incapaz de salir de su loop silencioso, dejando muchos muertos en el camino, creando un muro con ellos.
¿Cómo se sublima la experiencia humana?
Estamos tan acostumbrados a las máscaras, los disfraces y sonrisas forzadas que olvidamos la distancia inevitable que se va creando al colocar una capa tras capa sobre nuestra piel, perdiéndonos en ellas, en el peso que provoca llevarlas siempre, en el espejismo constante que evita el encuentro genuino con otro para dejarnos transformar por su presencia. En medio de la ilusión, que alguien sea capaz de ver nuestros colores y se quede a contemplarlos, nos libera, nos hace livianos —aunque solo sea por unos segundos— convirtiéndose un suceso extraordinario que pocas veces reparamos en reconocer, una bendición que «Pink» jamás logró tener.
Realmente son muy pocos los seres con los que puedo abandonar mis miedos para abrirme y compartir desde la profundidad que logró avivar una melodía, una frase, un libro; tomarme el tiempo para aprender las líneas en sus rostros, reconocer cuando están de acuerdo o intentan evitar pincharme un globo, cuando se apasionan por algún tema tanto como yo y se abren de par en par mientras me comparten el más hermoso de sus hallazgos… Crear un espacio para la intimidad, un vínculo genuino, en este tiempo —¡en todos los tiempos!— me salva.
«Jamás se me pasó por la cabeza que nuestras vidas, hasta entonces tan estrechamente vinculadas, pudieran llegar a separarse tan drásticamente… «
Una melodía acústica y sencilla se abre paso de fondo mientras escribo la palabra «intimidad», es la señal que había dejado de esperar. Y con ella aparecen recuerdos como lluvia sobre tierra fértil, llevándome a lugares que daba por perdidos, uno tras otro con los seres que llevo muy adentro y que por un sinfín de razones no puedo ver más. La letra inmortaliza la complicidad de haber navegado profundidades complejas junto a otro —“We’re just two lost souls swimming in a fish bowl year after year”, reza David Gilmour—, el sentimiento de nostalgia me alcanza y el deseo ferviente vuelve: ¡ojalá estuviesen aquí!