He decidido terminar este texto. Después de tantas vueltas, ya es hora… Me doy cuenta de que es verdad, me enamora la idea. Idealizo. También es cierto que me apasiona la justicia, y creo que esta es una razón poderosa para convencerme de terminar este texto… ¿Qué lleva consigo la gente que asiste a un concierto de punk rock? He descifrado las capas del acto de observar, y en ese proceso he encontrado una voz que se libera de su propio encierro, resonando entre los atrapados.
Mira a las personas,
Se mueven solas,
Sus almas dirigen
la ira que guardan.

Son cuerpos golpeándose unos a otros, algunos fingiendo que lo hacen, es una danza que simula querer destruirse. Unos cuantos se abrazan en plena batalla, y si alguien cae al suelo, rápidamente lo levantan. Humanos en su estado más puro, llevando al límite sus emociones. El rin es circular, el pogo es el espectáculo de los visitantes. El show se ejecuta en el escenario, mientras la cultura se crea en el público.
El ritual ha comenzado, uno liberador. Mandy, vocalista de Mutante, empezó la misa con una declaración: Tengo una luz que me guía, mi madre desde el cielo. Su madre se encontraba en su centro, presente en cada palabra, y él se hallaba listo para sostener las almas que pedían consuelo. Un consuelo secreto. El público ardía esa noche. Las capas se hacían cada vez más evidentes. Mandy había reunido las palabras correctas: Lanza lo que quieras que algo bueno sacaré de tu maldad. Presiento que ha tocado el límite, que se ha visto frente a la oscuridad, que lo han golpeado. Mandy me cuenta que los días pesados se curan con el mar. Ninguna ola se repite. Ningún golpe se repite. Así es la vida, pienso. Sobrevivir se ha convertido en la lucha esencial del ser humano. El hombre-cura se desgarra, entrega su cuerpo y voz, y la cultura que abraza la herencia de un país de juguete, se fusiona con el sonido del rock peruano.

Todos estamos atrapados en esta sociedad. Nos encontrábamos como prisioneros en el corazón del Centro de Lima, sacándonos las máscaras, o la mierda. Y Mandy estaba allí, en el escenario, exorcizando al público. El niño que soñó con ser cantante, que encontró refugio en el punk y el metal, está presente, siendo creativo, descifrando al público, interpretando la música, sanando como el mar, surfeando la vida.
Presiento que uno no sabe con exactitud cuándo se convierte en artista; simplemente sucede. Tal vez primero se intuye, luego se procesa a través de experiencias y esfuerzo, y finalmente se trabaja para encontrarse y comprender el verdadero poder del escenario.
Entré al backstage y le dije a Mandy: Eres un artista que abraza a mucha gente. Me mira, fuma un poco de hierba, respira y me agradece. Me cuenta que practica el budismo, que conoce a mi antigua banda, me anima a no abandonar la escena, a no rendirme, y me revela que un artista se vale del corazón que posee. Me explica que la envidia secreta existe y que uno la siente cuando tiene el tercer ojo perceptivo. Hablamos poco, pues debía prepararse para subir al escenario y hacerlo de nuevo. Como las olas, que no se repiten; como los pogos, que nunca vuelven a ser iguales.
d.
Agradecimiento especial a Impala Producciones y fotografías por Daniel Quiñones Mollo.
