Sin autor (escrito por todxs)
Cuando el silencio se apoderaba de todos nosotros, alguien inmediatamente reclamaba su presencia (solía ser Víctor). ¿Mano, lo trajiste? Entonces entraba en escena.
Togepi, era su nombre. Dafne lo bautizó de esa manera, debido a su tamaño y apariencia pokemónica. Un parlantito verde que adquirimos en el verano del 2020 (cuando Espacio Sonido nacía como un proyecto personal de César), sin sospechar que se ganaría ese cariño que solo se ganan ciertos objetos, porque solo uno sabe en qué circunstancias estuvo presente y cuánta tristeza causa el haberlo perdido.
Podemos describir larga y detalladamente las cualidades atípicas de Togepi, y aún así nos quedaríamos cortos. Para empezar, Togepi fue un observador participante de todas las ideas y proyectos conjuntos que nacieron en nuestras tantas reuniones nocturnas. Julián recuerda que la primera vez que asistió a esas reuniones, éramos César, Shirley, Erick y Togepi, sentados en el parque de la alameda 28 de Julio. De esta manera, podríamos afirmar que, aunque nuestro pequeño amigo robot carecía de un sistema óptico, pudo “ver” a cada uno de los miembros de Espacio Sonido —desde los más antiguos hasta los más nuevos, desde los que perduramos hasta los que se fueron— y a todos les dio la bienvenida.
Como buen hincha de Universitario de Deportes (todos nosotros lo somos, en mayor o menor medida), Togepi era pechador, jamás se amilanó frente a otros equipos de mayor envergadura, quienes veían en Togepi una amenaza latente, porque podía interrumpir, resquebrajar el orden a su antojo. En bares, en conciertos, en marchas, en parques, ahí estaba, entonando una melodía frente a la ensordecedora disonancia de la ciudad.
Conscientes ya de que no era un parlante cualquiera, era cuestión de tiempo para que Togepi se convirtiera en un bohemio más de la banda, y así fue: bebía el trago residual que dejábamos caer cuando estábamos ebrios y nunca faltaba a los juntes, verlo y escucharlo era tan estimulante como las drogas que elegíamos para la jornada o los temas que uno tras otro arremolinaba en nuestras mentes retorcidas, lúcidas y prestas al goce.
De hecho, en todo el registro visual que tenemos de Togepi, siempre aparece al lado de una chata de ron o de botellas de cerveza, que no solo lo chalequeaban de las inclemencias humanas, sino que amplificaban su sonido al generar una acústica propicia, rígida, compacta.
Y en sus últimas intervenciones semanas atrás, sólo sabía reproducir chicha de la buena, empilando aún más nuestra tendencia al desquicio y sinsentido, pero también recordándonos el barrio donde crecimos y su gente, una cultura urbana despreciada por ciertos músicos con ínfulas estúpidas.

Lo cierto es que Togepi no solo era un intelectual borrachoso, hincha a muerte de la U y fiel seguidor de Los Ovnis de Huancayo, Carlos Ramírez Centeno, Fútbol en la escuela y la neopsicodelia peruana; era sobre todo un guerrero incansable, más recio que una piedra: se cayó en cantidad y formas innumerables. Como todos los valientes, llevaba en su armadura de metal, algunas cicatrices producto de las sendas caídas a las que fue expuesto, y sus no pocos intentos de suicidio: si lo abandonábamos unos minutos, las vibraciones del sonido lo hacían avanzar poco a poco hacia el desfiladero y ya estaba rebotando en el piso.
Es verdad, lo he pillado bailando borrachoso al filo de una mesa de bar. Recuerdo haberle celebrado esa payasada, cuenta Dafne.
Aunque nunca dejó de funcionar pese a ello, en uno de esos arranques suicidas, Togepi cayó y al instante emitió un ruido blanco y repetitivo que transgredió la melodía original que tranquilo entonaba, no había forma de callarlo porque extrañamente el botón de encendido/apagado dejó de funcionar en ese momento.
Un tiempo estuvo así, convertido en un cadete del noise. Fue genial su nueva faceta, era más rebelde que todos nosotros juntos y que cualquier intervención ruidista, ya que Togepi aparentemente estaba cuerdo, reproduciendo canciones comunes y, cuando menos lo esperabas, denseaba con ruido, jamás necesitó un concierto ni anunciarlo en redes. Sin embargo, tras unas semanas de merecido descanso, un día logró rehabilitarse, así nomás, como si nada hubiera pasado.
Pasaron los años y, naturalmente, Togepi envejecía. Poco a poco se fue quedando calvo: la carcasa frontal que filtraba el sonido, se fue deteriorando hasta desaparecer por completo. A decir verdad, así lucía más cool porque, si mirabas fijamente su cabecita descubierta, el sonido palpitaba en la pequeña bocina circular que estaba en el centro del parlante. Podías ver en su interior, su amor por la música.
A todos nos parecía que tenía algo de inmortal. Porque siempre llegaba a salvo, siempre se salvaba de las más atrevidas travesías. Parecía haber sido un silencioso lector de Kafka, un amigo lejano de aquel Odradek creado por el checo que rebotaba cándidamente por la casa de su dueño, sabiendo que le sobreviviría a él y también a sus hijos. Sí, Togepi parecía poder ser inmortal y sobrevivirnos. Al menos hasta este último fin de semana en que lo perdimos, no sabemos si para siempre…
¿En dónde estará ahora? ¿En qué manos, en qué calle, en qué distrito? ¿Estará en alguna mochila, casa, mototaxi? ¿Estará en la Cachina, destrozado y moribundo, o en alguna alcantarilla ahogándose sin dejar de resonar hasta el cortocircuito? ¿Alguno de sus componentes habrá terminado en otro parlante, o tal vez se habrá vuelto enteramente un desperdicio? ¿O a lo mejor estará como siempre estuvo, relinchando a morir hasta el amanecer, como le enseñamos todos, como él nos enseñó?
Donde quiera que estés. Te extrañaremos siempre, Togepi.
